Todo inicia con los objetos en su dimensión macroscópica, la naturaleza visible que tarde o temprano dejará de serlo para incorporarse a lo sometido por el tiempo: lo microscópico.
Llegamos entonces al terror de la degradación. La desaparición como la que produce el avance del desierto, infinitos gránulos de arena que avanzan en ese proceso que, por cualidad, obedece su propia ley. Asimismo hace el polvo. Y debido a su capacidad invasora, que transgrede incluso lo viviente, cada parte de todo tejido orgánico que se degrada tiende a la micro dimensión de lo pulverizado. Ingente cantidad del polvo del planeta está constituida por los residuos polvorientos de tejidos muertos.
¿Pero son entregados al polvo otros entes en su ruta sin retorno a la destrucción? Se pulverizaron las torres del WTC al caer. En el derrumbe universal de un símbolo poderoso –prólogo al de una época–, aparece de súpito la reducción al polvo… Aún a la fecha persiste el misterio: el porqué las torres Norte y Sur acabaron siendo polvo fino y penetrante, sofocante, blanquísimo, en lugar de escombros de concreto y residuos de materia calcinada. ¿Sería porque en el fondo eran polvo y al polvo regresarían? Los gránulos del polvo, como los de la arena, obedecen principios de movimiento que sólo pueden describirse mediante el contacto de micro esferas de 500 micrones de diámetro, partículas cuya fricción corrosiva las desgasta con el paso de los milenios, haciéndose más pequeñas en su ruta rotatoria hacia la desaparición. Mientras se desgastan –polvo que se torna polvo– polvifican a lo que les rodea, incorporando todo al mismo polvo…
La razón de ser del polvo es el propio polvo, que llena la boca de la sequedad de los infiernos. Nada hay más desesperanzador que aquél, al fin cúmulo inútil de gránulos. Y aunque polvo enamorado (dixit, el poeta) es incapaz de ser amado. Porque nadie ama al polvo excepto el ácaro.
Definamos al polvo como hermano de la ceniza. Refirámonos a él como el primo hermano del óxido. El polvo es por igual próximo al aserrín, que es la madera reducida a la indefensión de su mínima expresión de madera: ya sin ser madera: ya inútil. Porque otra de las leyes del polvo es la de la inutilidad.
El hueso se hace polvo. La tela se hace polvo. Lo orgánico se hace polvo. Con el paso del tiempo la madera, el metal, el vidrio, todo lo que el polvo permee –capa fina que engrosa con el paso aniquilador del tiempo– se degradará en fenómeno irreversible como irreversible es el avance de aquél. El polvo que prospera y se apodera del terreno. El polvo que sale del cráter del volcán, el polvo que surge de la pudrición de la materia, el polvo del incendio, el polvo de la polución, infinito polvo que, como su hermana la arena, tiende en número de elementos constituyentes al infinito: porque la demencia del infinito es la ley que obedece el polvo.
Por otro lado, la historia del mundo podría contarse por la huída de las civilizaciones de la acción degenerante del polvo… Pero huimos también de la enfermedad que alojan los corpúsculos polvosos, digamos, la pneumoconiosis que es el pulmón negro. El polvo es también la precipitación del aerosol seco. A su manera ha establecido un pacto silencioso y sutil –por tanto perverso– con los micro gérmenes: se trata del hermano del ácaro, insecto que infecta las partículas micrométricas con mórbidos embriones.
Los 500 μ de cada partícula son el secreto de que el polvo sea el sinónimo de la invasión (otra de sus leyes). Si a partir de la invasión se busca lo múltiple, la paradoja, el terror del infinito –polvo que cae, polvo seco, polvo eterno (ya no se piense en el reloj de arena como símbolo del tiempo que avejenta y enrancia, sino en un artefacto temporal de polvo silencioso)– empréndase el vértigo de la enumeración del polvo que sofoca el suelo, para seguir a continuación con el polvo demente del cosmos también demente.
A fin de cuentas, quién se da cuenta de que el polvo es microscópico como un punto. Como el punto final. O los puntos suspensivos… Polvo … .. …….. .
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