Mi experiencia como tutor de Jóvenes Creadores

Poco después de arrancado este siglo, fui becario del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en el área de novela. No exagero al decir que mi vida como creador se trastocó por este estímulo: más que un premio fue el compromiso a un año exhaustivo de trabajo, de enfrentamiento a la crítica, ya no en los talleres literarios particulares que había tomado, sino ante un tutor/escritor profesional y un puñado de compañeros rigurosos, cuya obra, además de actualmente publicada, se está ganando ahora mismo su espacio en las letras mexicanas. La novela que en aquel entonces terminé (y que por honestidad intelectual decidí no someter a dictamen editorial) me sirvió para encontrar la voz de otra que cristalicé y publiqué un año después (Adicción, en Joaquín Mortiz), además de consolidar el mundo de un libro de relatos que, pasado el tiempo más decenas de revisiones, abandona al fin su cómodo nicho en el escritorio para irse a la imprenta: su nombre: Café Sarajevo.

Las becas de Jóvenes Creadores del FONCA le cambian la vida a un creador en ciernes.  Fui uno antes y después de esa experiencia: ahora resisto mejor los golpes, mi piel se ha endurecido y, lo mejor, ahora soy mejor crítico de mí mismo.

Muchos años después, fui invitado a ser tutor de este mismo programa. Es ésta la experiencia de la que quiero hablar en este breve escrito.

Para dilucidar cualquier duda sobre la transparencia del proceso de selección de becarios, aclaro que éste se realiza con el máximo rigor, con al menos tres jurados. Para evitar compadrazgos o favoritismos, se firma una carta de ética, susceptible de penalización si uno está mintiendo, y se realiza un deslinde de conocidos cercanos para que sean evaluados sólo por los demás miembros del comité. En la recta final de la decisión, la contienda es tan cerrada que los nombres de los aspirantes desaparecen, se vuelven dígitos, décimas de diferencia en puntuación.

Ahora dejo constancia de mi proceso de trabajo con los becarios a mi cargo, y los resultados de su empeño.

En nuestro primero de tres encuentros, lo admito, me sentía nervioso porque no estaba ante aficionados o aprendices, sino frente a jóvenes con una trayectoria en vías de consolidación, con trabajos publicados y uno de ellos premiado internacionalmente. Para romper el hielo, luego de sacar mi cigarro e invitarlos a fumar o seguirme por una CocaCola, les dije: Qué maravilloso es hacer lo que más nos gusta y que nos paguen por ello.

Lo que siguió fue un trabajo de máximo rigor. Les advertí, ya dueño de la circunstancia, que iba a ser duro con ellos y cada uno debía terminar el borrador de su novela en un año, además de leerse todos mutuamente. Escribieron, revisaron, corrigieron a nivel personal y colectivo, empleando la comunicación electrónica. Los tres encuentros sirvieron más bien para una discusión minuciosa de los proyectos, de hasta diez horas de trabajo continuo al día, interrumpido sólo para comer, y los participantes se iban a la cama felices y rendidos.

¿Qué se leía?: proyectos ambiciosos. ¿Cómo se trabajaba?: con un espíritu de equipo, de camaradería, inyectados estos jóvenes de la alegría de estar haciendo lo que más disfrutaban y siendo reconocidos por ello. Eso es lo importante y va más allá del apoyo monetario: que el joven artista sea sabedor de que está ahí porque compitió con muchos por ese espacio y se está midiendo con los mejores del país (tuve tutorados de Tamaulipas, Michoacán, Puebla y CDMX: las becas NO están centralizadas). Fue un antes y un después en su vida.

En el tercer y último encuentro, mis novelistas estaban extenuados, ojerosos, pero sin perder el destello de sus miradas. Habían leído un poco más de dos mil cuartillas en total (yo con ellos) y preparaban un informe detallado de actividades para pormenorizar sus entregas. Se volvieron mejores autores, sin duda, mejores críticos de sí mismos, también, y, con ellos, yo mismo obtuve estímulo y aprendizaje. A pocos años de haber finalizado sus becas, estos jóvenes novelistas empiezan a hacer visibles los resultados de aquel estímulo específico, ya sea con la publicación de la novela que finalizaron, o la de algún otro libro de narrativa cuya voz se consolidó con el proyecto que trabajaron (incluso en paralelo). Dejo aquí una relación de resultados concretos, trasunto de sus logros personales:

Perro de ataque (Ediciones B, novela), de Darío Zalapa. Esta noche el terremoto (Antílope, novela), de Leonardo Teja. Una línea que cae y se deshace (Camelot América), de Alfonso Fierro. Temporada de huracanes (Random House Mondadori, novela), de Fernanda Melchor. Otro de los becarios fue Roberto Wong, cuya novela fue el pretexto para afinar el mundo narrativo del libro Los recuerdos son pistas, el resto es una ficción (ganador del premio Sor Juana de relato el año anterior). Víctor Roberto Carrancá y Gabriela Solís finalizaron también sus proyectos y están por someterlos a dictamen editorial.

El caso referido corresponde sólo a los novelistas que tuve el privilegio de guiar, si viene al caso el término. Estoy seguro de que en otras artes, los jóvenes becarios han trabajado de manera parecida, estimulados y estimulando a sus compañeros en la creación profesional: en el ánimo de llegar lo más lejos posible, primero en los lienzos, en las partituras, el celuloide o la tan trillada hoja en blanco… después en el mundo.

Como becario actual del Sistema Nacional de Creadores de Arte, trabajo en solitario. Mucho desearía también, en momentos de duda creativa, tener el acceso a un tutor, ir a encuentros con artistas en activo, o bien, mantener un diálogo con interlocutores del área, de otras áreas, aunque sólo fuese en el ámbito virtual.

 

Nota: La imagen de portada de este post, corresponde al proyecto fotográfico Fiat Lux, de Agustín Martínez, realizado con la beca Jóvenes Creadores en el período en que yo la ejercí.  

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