Siempre puede expresarse todo, en suma. Lo inefable de que tanto se habla no es más que una coartada. O una señal de pereza. Siempre puede decirse todo, el lenguaje lo contiene todo. Se puede expresar el amor más insensato, la más terrible crueldad. Se puede nombrar el mal, su sabor de adormidera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios, lo que no es poco. Se puede expresar la rosa y el rocío, el lapso de la mañana. Se puede expresar la ternura, el océano tutelar de la bondad. Se puede expresar el porvenir, los poetas se aventuran en él con los ojos cerrados, el labio fértil.
Puede decirse todo de esta experiencia. Basta con pensarlo. Y con ponerse a ello. Con disponer del tiempo, sin duda, y del valor, de un relato ilimitado, probablemente interminable, iluminado —acotado también, por supuesto— por esta posibilidad de proseguir hasta el infinito. Corriendo el riesgo de caer en la repetición más machacona. Corriendo el riesgo de no salir victorioso del empeño, de prolongar la muerte, llegado el caso, de hacerla revivir incesantemente en los pliegues y recovecos del relato, de ser tan sólo el lenguaje de esta muerte, de vivir a sus expensas, mortalmente.
¿Pero puede oírse todo, imaginarse todo? ¿Podrá hacerse alguna vez? ¿Tendrán la paciencia, la pasión, la compasión, el rigor necesarios?
Jorge Semprún, La escritura o la vida.