El arte de dar forma a la vida de la mente

Descubrí mi hipocondria tras ver la película Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto. En una de las escenas climáticas, al personaje interpretado por Victoria Abril le hienden un sacacorchos en la rodilla: al salir de la sala de cine, yo iba renqueando adolorido de la rodilla derecha y mi afección desapareció hasta dos días después.

He tenido padecimientos de todo tipo debido a mi mente: gastritis, neuralgias, colitis, cefaleas, vértigos y fiebres.

En 2009, hace once años y por esta época justamente, se declaró un estado de alarma en el mundo a razón de la influenza causada por el virus A-H1N1, de la que sería imprudente afirmar que se trató de una conspiración, pero también ingenuo creer todo que se dijo tal cual se dijo. Los síntomas de un enfermo de influenza por A-H1N1 son fiebre elevada, náusea, vértigo y sudoración. Recién había abierto mi cuenta de Twitter, y seguía, alarmado, las cifras de infectados en todo el mundo. Cada tuit en mi recién estrenado microblogging era un presagio de la calamidad. Pensé mucho en ello, salí a las calles con cubreboca (los geles apenas empezaban a ponerse de moda). Caminé o conduje mirando las calles desiertas, como las de ahora. Volvía a casa a escribir, pero siempre pegado a mi timeline de Twitter. Lo inevitable llegó: una tarde se elevó mi temperatura corporal, sentí vértigo y todo el cuerpo cortado. No era una fiebre común, alcanzó casi los 40º C, corroborados por un termómetro digital. En la farmacia, compré antibióticos cuando aún los vendían sin receta. Volví a casa dando tumbos de ebrio, con el mundo girando en derredor mío. Mis manos parecían arder, mi vientre, mis piernas. 41º C. Me voy a morir, me dije. Y sólo pensé en lo que tenía escrito sin publicar, mismo que guardé cuidadosamente en una memoria USB para entregárselo a alguien de mi confianza. Empezaba a ver visiones. Si esto sigue una hora más, me dije, me tomo los medicamentos o voy al hospital. Pero los rumores decían que los pasillos de los hospitales estaban llenos de cadáveres. Yo no quería ser uno más de esos cuerpos. A las dos horas, sin haber tocado los antibióticos, la fiebre empezó a bajar, también el vértigo y las náuseas. El sudor frío persistió un poco más, a la vez que me regresaba el deseo por vivir y de pronto, a las dos de la mañana, o tres, tuve hambre y me fui a cenar algo a la cocina. A la mañana, no había ningún síntoma, y supe que todo había sito producto de mi mente. Alguien me ha explicado ahora que a la gente altamente sugestiva le sube la temperatura de esa manera si cree que está enferma, aun en ausencia de infección.

Siempre tengo dolores en partes del cuerpo en las que veo en otros padecimiento, ya sea real o ficticio, como en las películas. He pensado que el dolor es algo sagrado, pero ése es ya otro tema.

El Covid-19 recorre el mundo como bruma invisible, una neblina imperceptible de muerte. Se dijo hace semanas que se manifiesta como gripe. Y hace pocos días, mientras esperaba a una persona en la entrada de una establecimiento comercial, sentí esto: un dolor de cabeza intenso, como de insolación, los globos oculares hinchados, y dolor penetrante en ambos muslos, tanto en la parte muscular como en el hueso. Ya estoy infectado, pensé. No quiero infectar a nadie. Cuerpo cortado, y constipación nasal profunda le siguieron, junto a un dolor de falanges y algo de mareo mientras volvía a casa. No quise ser alarmista y preferí observarme, antes de contar a mi mujer que posiblemente… Horas después, en las redes sociales leí detalles más específicos de los síntomas del coronavirus en el organismo: fiebre y tos seca, seguidos de una aguda neumonía. Por supuesto, mi malestar se desvaneció tan luego leída la noticia. Había que reorientarlo, darle forma a esa vivencia de la que suelo ser activo practicante. No quise hacerlo. De ninguna manera deseaba una tos seca (aunque esporádicamente he tosido), ni volver al padecimiento de una neumonía, tan bien conocida por mí, y no por mi vida de la mente, sino por descuido de hace años: una neomonía real que por poco me saca del panorama del mundo de no haber ido al médico a tiempo. Ahora respeto mi reclusión en estos días de cuarentena. Observo el mundo. Me preocupo por el mundo, mis seres queridos, mis amigos. Y recuento lo que tengo por leer en el escritorio. La ciudad ausente, de Ricardo Piglia. Finalizar Los errantes, de la gran Olga Tokarczuk, que he leído a sorbos, ante todo en viajes como debe hacerse, de preferencia en aeropuertos, en aviones suspendidos en el aire (en mi más reciente vuelo, alguien a mi lado con el cubrebocas puesto, miró de reojo el título de la novela en mis manos). Y esa deuda que tengo desde hace varios años: Viaje al fin de la noche, de Louis Ferdinand Céline. Me quedo en casa a leer ficciones, en lugar de exacerbar la trágica vida de un cuerpo torturado por su mente.

Foto de portada: Agencia EFE. 

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