Conocí la literatura de Sergio Pitol leyendo un breve volumen de sus relatos, al que siguieron las novelas Domar a la divina garza y La vida conyugal. Luego fui en busca de sus cuentos completos y me entregué a la lectura de El arte de la fuga, libro de su conocida Trilogía de la memoria al que regreso continuamente. Esa fusión de ensayo digresivo y narrativa eficaz en su obra (el autor jamás se dejó llevar por la tentación de prescindir del argumento, como se estilaba en los años sesenta) me dejó perplejo al amalgamar con gran originalidad dos géneros en uno solo. Los cuentos de Sergio Pitol, a decir de Juan Villoro, extraen su marca de fuego de una reminiscencia del pasado. Si alguien me pidiese elegir un relato del autor para llevar a la famosa isla desierta, o al desierto, éste sería Nocturno de Bujara, su cuento más poético y sugerente. Pero no podría dejar en casa Hacia Varsovia, Vals de Mefisto y Asimetría, hablo en pocas palabras del volumen Vals de Mefisto, el mejor logrado de sus libros de relato. Hace poco empecé a pagar mi deuda con El desfile del amor.
Este viajero de la literatura, viajero de sí y traductor cuya premisa era que traducir obliga a la humildad (eso mismo le dijo a Juan Villoro), hace también lúcidas observaciones referentes a la escritura de novelas, y no necesariamente en un ensayo , sino en su propia metanovela novela Domar a la divina garza, de la que jamás olvidaremos a Marietta Karapetiz, posiblemente el ser más lúcido y perverso de la literatura mexicana. No recuerdo alguna historia de este autor en la que el protagonista no esté enfrentado a una disyuntiva o se halle a punto de un incendio. Si Pitol eligiese dos de los cuatro elementos para su narrativa, serían aire y fuego. Fuego para arder, aire para respirar lo que dure el consumirse en la existencia carnavalesco-literaria.
Pitol fue amante de la obra Bajtín, así como lo fue Milan Kundera, otro autor admirado por el mexicano. Estoy seguro de que las siguientes palabras de Kundera no sólo homenajean al Pitol novelista, sino lo describen:
Un novelista que habla del arte de la novela no es un profesor que discurre desde su cátedra. Imagínenlo más bien como un pintor que les acoge en su taller, donde, colgados de las paredes, sus cuadros los miran desde todas partes. Les hablará de sí mismo, pero mucho más de los demás, de las novelas que más le gustan de ellos y que secretamente permanecen presentes en su propia obra. Según sus criterios de valor, reconstruirá ante ustedes el pasado de la historia de la novela y, con ello, les inducirá a adivinar su propia poética de la novela.
Por supuesto, me interesa el Pitol de las novelas, pero también el Pitol de la memoria y el de la inspiración, en el más sublime de los sentidos. Ahora explico el porqué:
Hace unos cuantos años escuché a un par de académicos afirmando categóricamente, casi con desprecio, que la inspiración es un mito, para luego aludir a que los productos del arte provienen estrictamente de un ejercicio meditado y consciente, y nunca de una epifanía. Asumo que usaron la palabra mito de manera peyorativa antes que en su sentido fundamental que es narrar (por tanto conocer) y cuyo padre etimológico no es otro sino Homero en la Odisea.
En mi mente me he proyectado una película con Sergio Pitol en una mesa redonda junto a esos dos académicos, pidiendo la palabra tras sus afirmaciones para hacer una aclaración. Hablaría largo y tendido de la memoria y el arte de la memoria antes de aludir a la inspiración.
Nuestro siglo se antoja reivindicatorio para el tema de la inspiración. La sola idea de la inspiración literaria y artística se mira con desconfianza desde la época del formalismo ruso, el estructuralismo y no se diga el materialismo dialéctico, que la reduce textualmente a «una expresión de la fricción entre posiciones económicas de base y supestructurales, o la explotación de una «fisura» en la ideología de la clase en el poder.» Así, para un marxista leninista el escritor inspirado es quien tiene mayor conciencia de clase. Alguien me dijo una vez que hasta los simbolistas franceses renegaban de la idea de la musa inspiradora y eso se entiende su la imaginamos con esa figura manida de una mujer juguetona revoloteado alrededor del artista.
De los tres ejes que a mi juicio priman en la factura de una obra de arte narrativo (ello, luego de cotejar a uno de nuestros grandes, Hugo Hiriart, con el imprescindible Orhan Pamuk), tenemos la lógica, la imaginación y la memoria. Y es Sergio Pitol quien mejor ha explorado ese ámbito, el de la memoria, para obtener frutos insospechados. (Hugo Hiriart, por cierto, llega lo más lejos posible en la disertación sobre la imaginación creadora en su ensayo El juego del arte). Empero, Pitol pretende un juego de espejos entre memoria y creación. No olvidemos que poner un espejo frente a otro es el juego preferido de Satán, a decir de Walter Benjamin. O el juego de Mefisto, si nos place honrar a Pitol. Enfrentar memoria y creación genera en gran medida eso llamado inspiración.
Con respecto al novelista, dice Pitol: “No concibo a un novelista que no utilice elementos de su experiencia personal, una visión, un recuerdo proveniente de la infancia o del pasado inmediato, un tono de voz capturado en alguna reunión, un gesto furtivo vislumbrado al azar, para luego incorporarlos a uno o a varios personajes”. Memoria y creación conforman, pues, una pieza para Pitol, imponen al caos los contenidos del recuerdo y de la imaginación.
La memoria no es un conjunto ordinario de recuerdos, es antes bien el sistema que los organiza con leyes aún dignas de ser indagadas. La memoria y los sueños (incluidos los sueños lúcidos y reveladores) se pueden entretejer de maneras insospechadas.
La memoria trabaja con la misma lógica oblicua y rebelde de los sueños. Hurga en los pozos ocultos y de ellos extrae visiones que, a diferencia de las de los sueños, son casi siempre placenteras. La memoria puede, a voluntad de su poseedor, teñirse de nostalgia, y la nostalgia sólo por excepción produce monstruos. La nostalgia vive de las galas de un pasado confrontado a un presente carente de atractivos. Su figura ideal es el oxímoron: convoca incidentes contradictorios, los entrevera, llega a sumarlos, ordena desordenadamente el caos.
Pitol cree en Mnemósine, le personificación de la memoria. Y Mneósine es íntima de la musa Mnemea (al lado de sus hermanas Meletea y Aedea). Musa, por cierto, significa en el fondo memoria. Museo: lugar de musas: lugar de la memoria.

Nos es causal que Homero, Hesíodo, Virgilio y Dante Alighieri, en los puntos climáticos de sus obras hagan una pausa y digan: Recuérdame, oh musa… Recuérdame, hazme recordar, tráeme a la memoria los sucesos, tú que eres la memoria misma y por tanto la inspiración.
El de la inspiración no es tema menor para Pitol. Cree en la inspiración. Cree en las voces a través de las cuales el novelista oye. Entre las cosas más sagradas para este artista en un ser humano están su cuerpo, su salud y su inspiración.
Dice Pitol: «La inspiración es el fruto más delicado de la memoria.»
Ésta puede referirse o extenderse, pienso, a la memoria de todos, la memoria de los genes, la memoria de los museos y las ciudades, la memoria del inconsciente colectivo, la memoria de los libros y hasta la memoria de papel que nos hacemos de cuando en cuando para no olvidar.
Dice Pitol: «Inspiración, un término despreciado por todos los pedantes del mundo y también por sus primos los cursis.»
Volviendo a los dos académicos citados al principio, y a mi fantasioso film en que Sergio Pitol les responde con erudición pero también con sabiduría, imagino que les asesta con tono irónico (en contraposición al solemne y categórico de aquellos) que negar la inspiración es negar la memoria y, en el ámbito al que se refieren, es negar la tradición literaria.
Ya no lleguemos a esa epifanía de Coleridge al escribir su mejor poema, ni a la de Tartini al componer su mejor su más grandiosa sonata, ambos creados tras un sueño revelador que seguramente siguió también la lógica de la memoria organizada/organizadora. Vuelve Pitol:
Como ocurre siempre en la escritura, ese largo deambular desde unas cuantas imágenes perdidas en la memoria [sueños] hasta su fijación en el papel sigue constituyendo para mí un misterio.
La Trilogía de la memoria y la obra narrativa general de Sergio Pitol, tan llena de azoros y hallazgos, pueden ir de la mano y conformar una sola pieza que aún no hemos nombrado como género. Memoria y producto creativo de la memoria… Inspiración como tema en sí. Los teóricos de la academia tienen un buen tema de investigación en ello, y ya han comenzado aquella exploración Ricardo Pace y Elizabeth Corral Peña, porque Pitol es más que el carnaval de los años moscovitas y su querido Bajtín y recibió en vida el toque de la diosa.
Por su parte, este narrador/viajero y traductor/detective, ese hombre cuyo mejor viaje fue el de la conciencia concreta del pasado, y ese otro también que cada mañana se asombraba por la existencia de la letra a como el inicio del la organización del mundo, él, abismado en las profundidades de la creación donde hierven lava y minerales extraños a miles de grados, podría volver del fondo a veces con un diamante, y otras, con un puñado de guijarros en la mano. Diría: No son brillantes ni zafiros, pero, mírenlos bien, son unos guijarros hermosos.
Foto de portada: Samuel Sánchez.
Un comentario en “Pitol y el encuentro con la diosa”