Con tan sólo tres novelas, Adriana Díaz Enciso (Guadalajara, 1964) se ha consolidado como una de las más originales narradoras de su generación, quizá porque su obra, además de la fidelidad a un bloque de obsesiones, delata destellos constantes de su vocación lírica, la claridad de sus temáticas y un mundo rigurosamente personal.
El primer texto que leí de ella fue un magnífico cuento de humor negro sobre un asesino que regresa al lugar del crimen tras un debate interior, justo como el detective que lo detendrá ha previsto. En el orden cronológico de su aparición llegaron a mis manos La sed, su ópera prima novelística, y Puente del cielo. Ambas novelas mostraron al aprendiz que era yo entonces (nunca dejaré de serlo) la evolución de un estilo y el modo en que el artista consolida ese universo que habitará junto con nosotros a partir de un encuentro insospechado e invisible. Puente del cielo es una historia inquietante de enfermedad y delirio que nos trastoca mediante su lenguaje eficaz, un laboratorio propicio de experimentación donde aparece su protagonista, Julia, y un desconocido que bien podría ser el ángel del amor o bien el heraldo que pregona la ira de Gabriel, esto es, el ángel helado de la muerte. Al paso de los años, aquel libro inquietante nos ha conducido esta tercera novela donde la prosa alcanza su mejor nivel de potencia y precisión. Estas novelas, más la reunión de sus relatos y poemas, suman un trabajo depurado: no un conjunto de libros, sino una obra.
Es costumbre manida en este siglo XXI —que para muchos aún quiere parecerse al XX, incluso al XIX— afirmar que hay dos tipos de novela: la que se apega cómodamente a una tradición y la que procura el parricidio. Esto deja a la novela en una disyuntiva, o se vuelve objeto ortodoxo, digamos, decimonónico, o es experimental a ultranza para conseguir su ruptura con la tradición. De tal postura binaria nunca he visto nada interesante, y me pregunto dónde se deja la discusión de la originalidad de la novela (con o sin experimento radical).
Es clarísimo que para Adriana Díaz Enciso su punto de partida para levantar el velo que nos vuelve difuso el mundo es el lenguaje mismo, más la depuración del mismo hasta alcanzar la nitidez por la cual nos es posible penetrar a su misterio.
Si de algo tengo certeza a partir de Odio (Adriana Díaz Enciso. Odio. LunArena/Errante Editor, 2012. 124 pp.) es de la clarividencia de la autora para mostrarnos que ante un mundo corrompido y al punto del colapso o ya reventado (La destrucción que siguió, como su consiguiente reguero de sangre, montañas de cadáveres y alteración de fronteras […]) es la novela el género necesario para salvaguardarlo.
La novela es un dispositivo de conocimiento y es el conocimiento lo que unifica cualquier posibilidad de nuestras fijaciones con una estética. Tal cosa vemos en Odio (también en Puente del cielo), porque ahí se entreteje un mundo que tiene consciencia propia, fuente necesaria de las visiones, posiblemente de las revelaciones.
¿Qué es Odio? Una apropiación de la poesía como voz de todos… Sus dosis conscientes de figuras entreveradas a la prosa (que no prosa poética) son fragmentos casi proféticos, a modo de imágenes en tinta sobre un lienzo oscuro que empieza de pronto a fosforecer. Tenemos en Odio una percepción alucinada de la verdad, lo drástico del conocimiento que concreta el encierro del homúnculo de Goethe, la presencia de un Paracelso contemporáneo en contraparte al Prometeo moderno de Mary Shelley, surgido de esas tres noches de oscuridad que originaron al vampiro y al monstruo… Hay algo de alquimia en esta novela y algo de Jung y Lacan que nos hunde, vía su lenguaje, en el mecanismo de los sueños. Aseguro que tras la lectura de esta novela acaba incrustándose en el inconsciente y provocando esos sueños a lo Dalí, de aquéllos que solemos tener en una noche sofocante de fiebre. Odio, quiero pues decir, es una novela para reventar con sutileza las compuertas de la psique. Se antoja imaginar un diálogo entre Adriana Díaz Enciso y el autor de Cielo e Infierno, cuando anochece, o mejor, cuando está por terminar la noche y empieza a brillar en el horizonte el resplandor de una bomba nuclear.
La noche de la autora tapatía nos ofrece un mundo llevado a la hipérbole de su circularidad. No es sencillo poblar un libro y una vida de marasmos y visiones. Al fondo de las habitaciones de una casa, no sabemos bien si es un paraje del limbo, vemos a una mujer recorriendo los intersticios, perdiéndose… páginas después regresa. Luego contemplamos a esa mujer, o una niña, mirando a través del cristal un mundo que puede estar de éste y aquel lado, y ay de ella si la niña petrificada que contempla en el otro extremo está realmente del suyo. O mejor para ella. ¿Será un paraje del pasado o un hospital psiquiátrico el sitio en cuyos pasillos pugnan por encontrarse para la destrucción una adulta con una niña, una madre con una hija? Por ahí se ve al Doctor A. escrutando a la niña, mientras arma y desarma y anota. Pero hasta nosotros podríamos hallar al doctor A. a la salida de cualquier sitio. No importa, dentro y fuera de Odio acaba apareciendo un limbo iluminado.
He de insistir en que las novelas de Díaz Enciso pueden insertarse en lo que escritores como Mario González Suárez dan en llamar la literatura del limbo. En la literatura del limbo el lenguaje ha alcanzado tal nivel de pureza que el alma es capaz de manifestarse cuan plena es.
Por otro lado, Díaz Enciso sabe hacer pintura con su obra, puede que lienzos de la perfección perturbadora de los prerrafaelitas, puede que sean cuadros de Munch, y al lado de Munch T.S. Eliot, y al lado de éste Pizarnik, la que sabe extraer luz de la piedra de la locura.
Téngase por seguro que entre las páginas de este dispositivo hallamos claves de pulsión lacaniana —permítaseme el término— en su personaje, tal vez en cuadernos de doble raya para el aprendizaje de la caligrafía, o blancos, para el aprendizaje de la pintura, donde los pasos de una niña y una mujer dejan un rastro de vestigios que nos señalan el origen de un violentamiento ominoso:
Se apoderó de mí una violencia sorda; a duras penas me contuve. Sabía que si empezaba por golpear mi rostro seguirían los objetos, y después de los objetos destruiría toda la casa, le prendería fuego, y después de la casa saldría a la calle a matar. Aniquilar el mundo, así debe ser, así debe ser el relámpago cegador cuando se sale a la calle con una mirada rota […].
No es conveniente enumerar la hipótesis de por qué el Odio, mucho menos hacer un spoiler del origen profundo, primigenio del odio, plasmado en hojas sueltas de escritura apretada sobre la colcha de la cama, obra de una pequeña que puede llorar amargamente sobre las páginas más bellas que ha leído. Hay un acierto en desdibujar lo que ocurre en el tiempo, de modo que parecen fusionársenos los seres para llegar a una individualidad potenciada en que a veces miramos una niña desamparada por solitaria, por tener visiones (ésas de las que la autora sabe que deben ponernos en alerta) y a veces a una mujer grácil, de ojos fríos, y ambas nos miran a nosotros mientras somos testigos de la gestación paulatina de ese odio tan odio al que nos remite la autora, el odio completamente odio, y no sabemos si somos nosotros los que estamos ingiriendo las pastillas rosas que nos son recetadas para mitigar la visión de la catástrofe o es a nosotros o a la niña que no deja de escribir a quienes vigila una enfermera escrupulosa.
En un proceso caracterizado por su inquietante simetría, mientras el Doctor A. continua con experimentos de disminución de la energía vital, sustrayendo cadáveres y traficando con órganos, incluso indagado el origen del odio profundo —más temible que el mal radical, más inclemente que la bomba— nosotros nos percatamos de pronto que tenemos ante nuestros ojos, abstracto e inefable, pero ya con la sustancia suficiente para instarnos a correr (¿adonde?) ese odio que puede trascender el corazón pequeño del que ha surgido y es capaz de trastornar los elementos, la circularidad del mundo, hasta convocar la escatología de esos libros que muchos antiguos prefirieron dejar cerrados.
Se requiere valor para dedicar años a la escritura más la depuración de un libro como Odio, a sabiendas de que no es el común denominador de los productos exhibidos en la mesa de novedades, por más culterana que sea la librería donde se encuentre. El sólo hecho de abordar tal empresa es ya en sí una transgresión, aunada a la de su prosa y el atrevimiento a la fabulación que varios escritores de esta época desprecian. Transgredir, pues, es quebrantar una ley, escrita o no, y por ello me hace pensar en su equivalencia con la concreción de un crimen. La novela no es un género para pasivos, si no ¿cómo podría darse unidad a la obsesión? Ciertamente se requiere desordenar o partir del desorden para contar una historia. Y un objetivo de llegada. Por cierto, ese blanco dramático en Odio no es la destrucción sino otro de los pilares que sostienen toda la literatura de Adriana Díaz Enciso: la belleza. Su vorágine mental se hermana inevitablemente con la de Puente del cielo, y qué mejor, porque en ello radica el secreto de que Díaz Enciso se haya forjado lo que podemos llamar, insisto, una obra. Un libro tan compacto como Odio, breve en extensión pero denso como las obras que aspiran al arte verdadero, con el aliento amplio de la novela, o, digamos, el arte de respirar mientras se contiene la respiración, permite no sólo un pequeño absoluto, sino la reunión de particularidades, sensibilidades sumadas al cúmulo de delirios a los que es afecta Adriana Díaz Enciso, desde el cual es capaz de extraer por añadidura compasión, estremecimiento y también inmensa ternura.