Nadie que haya pasado por un taller de novela con Daniel Sada olvidará cómo citaba de memoria decenas de poemas, y en el nivel didáctico el poema en prosa de José Watanabe Imitación de Matsúo Basho. Sada, que también desempeñó el oficio de poeta, marcaba pautas sobre lo que debe exigirse el novelista: dominio de personaje, construcción de mundo interior, seducción al lector, etc. Sin embargo, como el amante del lenguaje que fue, insistió ante los aprendices de novelista en que el ritmo, la sonoridad, son esenciales para facturar la prosa perfecta de una gran obra. Observen cómo Watanabe intercala oraciones de diferente extensión y logra el ritmo. Invaluable enseñanza. En mis talleres de novela calco esta lección del maestro, entrego fotocopias de Imitación… a los asistentes y pido leer en voz alta el poema, incluso transcribirlo, con especial atención en el oído. La mayoría de las veces reaccionan maravillados, con algo del espanto de quien enfrenta una obra maestra y cree que no tiene sentido escribir más, a menos que se logre algo como lo leído. Yo me limito a insistir en esto: Los poetas leen novelas, pocos novelistas leen poesía. Al final, Sada sigue vigente. Watanabe se sonríe.
Aquí está el poema, coronado con el haikú de Bashō al que Watanabe homenajea:
Fuimos rebeldes y audaces. Yo la convencí de la nueva moral que ni aun yo tenía, y huimos sin ceremonia ni consentimiento. Ella trepó ágilmente a la grupa de mi caballo y así cabalgamos hasta las primeras estribaciones de la sierra. Bordeábamos los poblados y con ramas desgajadas íbamos cubriendo nuestras huellas. Nos detuvimos en una aldea cuyo nombre alude a la contemplada limpidez del río que la atraviesa.
Había clara luz de tarde cuando el posadero nos abrió la pesada puerta de palo. A pesar de reconocer en él a un hombre sin suspicacias, le mentimos nuestros nombres. Le encargué una buena habitación para nosotros y cuidados para nuestro caballo. Ella, azarada y hambrienta, mordía a mi lado una manzana.
El cuarto era blanco y olía a resinas de eucalipto. Aunque ofrecido con excesiva modestia por el posadero, allí hallamos seguridad. Desde el pie de nuestra ventana los trigales ascendían hasta las faldas riscosas donde pastaban los animales del monte. Las cabras se perseguían con alegre lascivia y se emparejaban equilibrando peligrosamente sobre las agujas rocosas. Ella cerró la ventana y yo empecé por desatar su largo cabello.
Fuimos rebeldes y audaces. Sin embargo, ahora nos perdonan nuestras familias y nos perdonamos nosotros mismos. Nuestro hogar ha sido tardíamente consagrado. Eso es todo. Nunca traicioné otras grandes verdades porque quizá no las tuve, excepto el amor que me hizo edificar una casa, excepto el amor que nunca debió edificar una casa.
A veces pienso cabalgar nuevamente hasta esa posada para colgar en su puerta estos versos:
En la cima del risco
retozan el cabrío y su cabra.
Abajo, el abismo.