A muchos autores y lectores les causaron polémica las posturas católicas de Flannery O’Connor (novelista de lo profundo del Sur), y su modo de escribir sobre la salvación, la redención y la gracias. Su innegable vocación crítica y literaria jamás la hicieron vacilar en su fe, aunque tampoco era ingenua sobre los alcances, que para bien o mal, pueden tener la fe y el fanatismo religioso.
Aquí se transcriben algunos pasajes de su ensayo Novelist and beliver, traducidos por Esther Navío Castellano. Los interesados, pueden leer el texto completo en inglés.
Como novelista,la parte más importante de mi tarea consiste en que todas las cosas, incluso las inquietudes últimas, sean sólidas, concretas y específicas como sea posible. El trabajo del novelista comienza donde comienza el conocimiento humano: en los sentidos. Se sirve de las limitaciones de la materia, y a menos que escriba literatura fantástica, debe atenerse a las posibilidades concretas de la cultura. Se encuentra ligado a su pasado, y a las instituciones y tradiciones que ese pasado ha legado a la sociedad donde vive.
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Muchos sostienen que la labor del novelista es mostrarnos los sentimientos del hombre, y que sus compromisos personales no interfieren en absoluto en esta operación. El novelista, nos dicen, anda buscando un símbolo para expresar un sentimiento, y que sea judío, cristiano, budista, o lo que quiera, no afecta la precisión del símbolo. El dolor es dolor; la alegría, alegría; el amor, amor; y esas emociones humanas son más fuertes que ninguna creencia religiosa; son lo que son y el novelista las muestra tal como son. Esto está muy bien, hasta cierto punto, pero la novela enseguida lo deja atrás. La gran literatura abarca todas las formas de entendimiento humano: no es una mera imitación de los sentimientos. El buen novelista no se limita a encontrar un símbolo para representar los sentimientos; busca también una forma de albergarlo en la obra […]
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Mi intervención resultaría más acorde con el espíritu de nuestro tiempo si pudiese hablaros de la experiencia de novelistas como Hemingway, Kafka, Gide o Camus, pero toda mi experiencia personal ha sido la del escritor que cree, de nuevo en palabras de Pascal. en el “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y de los sabios”. Éste es un Dios infinito que se ha revelado bajo una forma concreta. Es un Dios que se hizo hombre y resucitó de entre los muertos. Es un Dios que confunde los sentidos y las sensibilidades, y que fue percibido enseguida como una piedra en el camino. No hay forma alguna de soslayar esta concesión o de hacerla más aceptable para el pensamiento contemporáneo. Este Dios es objeto de nuestra inquietud última y tiene nombre.
La dificultad del novelista que desea escribir del encuentro de un hombre con ese Dios es lograr que la experiencia —que es natural y sobrenatural a la vez— sea inteligible, y verosímil, para su lector.
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El novelista no escribe para expresarse, ni para ofrecer una visión que considera verdadera, sino más bien para transmitir su visión al lector con tanta plenitud como sea posible. Se puede ignorar tranquilamente el gusto del público, pero no su naturaleza, no se puede ignorar que su paciencia es limitada.
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Cuando escribo una novela cuya acción principal es el bautismo, soy perfectamente consciente de que para la mayoría de mis lectores el bautismo es un rito carente de sentido, y así en mi novela debo velar por que ese bautismo suscite tanto estupor y misterio como para sacudir al lector y arrastrarlo a una especie de reconocimiento emocional de su importancia. A ese fin debo dirigir toda la novela: el leguaje, la estructura, la acción. Tengo que hacer que el lector sienta en los huesos, si no puedo llegarle más allá, que está pasando algo que importa. La deformación en este caso es un instrumento; la exageración responde a un propósito, y toda la estructura de la novela estña concebida en función de la fe. No se trata de la deformación que destruye, sino de la que revela, o debería hacerlo.
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