Anotaciones de Haruki Murakami acerca de la novela

Los siguientes son fragmentos en los que Haruki Murakami reflexiona en torno al arte de la novela (tomados de De qué hablo cuando hablo de correr):

Como estoy en un periodo en que lo que busco es aguantar y aumentar la distancia que recorro, por ahora los tiempos no me preocupan. Simplemente me lo tomo con calma y voy aumentando poco a poco la distancia que recorro. Cuando siento la necesidad de correr más rápido, simplemente incremento la velocidad. Pero, si aumento el ritmo, acorto el tiempo de carrera, así que procuro conservar y aplazar hasta el día siguiente las buenas sensaciones que experimenta mi cuerpo al correr. Idéntico truco utilizo cuando escribo una novela larga: dejo de escribir en el preciso momento en que siento que podría seguir escribiendo.
Si lo hago así, al día siguiente me resulta mucho más fácil reanudar la tarea. Creo que Ernest Hemingway también escribió algo parecido, del estilo «continuar es no romper el ritmo». Para los proyectos a largo plazo, eso es lo más importante. Una vez que ajustas tu ritmo, lo demás viene por sí solo. Lo que sucede es que, hasta que el volante de inercia empieza a girar a una velocidad constante, todo el interés que se ponga en continuar nunca es suficiente.

[…]

La mayoría de los corredores suele afrontar las carreras fijándose de antemano un objetivo concreto, del estilo: «Esta vez intentaré hacerlo en tal tiempo». Si consiguen recorrer cierta distancia en el tiempo que se han fijado, entonces «han conseguido algo», y, si no lo logran, entonces «no lo han conseguido». Pero, aun suponiendo que no logren correr en el tiempo que se han fijado, si al acabar sienten la satisfacción de haber hecho todo lo posible, si experimentan una reacción positiva que les vincule con la siguiente carrera, la sensación de haber descubierto algo grande, tal vez ello suponga ya, en sí mismo, un logro. En otras palabras, el orgullo (o algo parecido) de haber conseguido terminar la carrera es el criterio verdaderamente relevante para los corredores de fondo.

Lo mismo cabe decir respecto del trabajo. En la profesión de novelista (al menos para mí) no hay victorias ni derrotas. Tal vez el número de ejemplares vendidos, los premios literarios, o lo buenas o malas que sean las críticas constituyan una referencia de los logros obtenidos, pero no los considero una cuestión esencial. Lo más importante es si lo escrito alcanza o no los parámetros que uno mismo se ha fijado, y frente a eso no hay excusas. Ante otras personas, tal vez, uno pueda explicarse en cierta medida. Pero es imposible engañarse a uno mismo. En este sentido, escribir novelas se parece a correr un maratón. Por explicarlo de un modo básico, para un creador la motivación se halla, silenciosa, en su interior, de modo que no precisa buscar en el exterior ni formas ni criterios.

[…]

No es que presuma de ello (¿quién podría presumir de algo así?), pero reconozco que no soy muy inteligente. Soy de los que no adquieren conciencia clara de las cosas si no las viven en carne propia, si no tocan la materia con las manos. Sea como sea, hasta que no transformo las cosas en algo visible no quedo satisfecho. Soy una persona con una estructura más física que inteligente. Por supuesto, también tengo algo de inteligencia. O eso creo. Porque si no tuviera ni una pizca de inteligencia no podría escribir novelas por mucho que me empeñara. Pero no soy de los que viven elaborando teorías y razonamientos puros. Y tampoco de los que avanzan utilizando el razonamiento especulativo como combustible. Más bien soy de los que, a base de someter el propio cuerpo a cargas reales y de hacer que los músculos se quejen (a veces con grandes alaridos), van consiguiendo que suba de veras la aguja del indicador de su grado de comprensión hasta que, por fin, quedan satisfechos. Ni que decir tiene que se tarda bastante tiempo en subir uno a uno todos esos peldaños hasta que por fin llegas a una conclusión. Y conlleva molestias. A veces, se tarda tanto tiempo que, para cuando quedas convencido, ya es demasiado tarde. Pero qué se le va a hacer. Así soy yo.
Mientras corro, tal vez piense en los ríos. Tal vez piense en las nubes. Pero, en sustancia, no pienso en nada. Simplemente sigo corriendo en medio de ese silencio que añoraba, en medio de ese coqueto y artesanal vacío. Es realmente estupendo. Digan lo que digan.

[…]

Puedo especificar el día y la hora en que tomé esa decisión [escribir una novela]. Fue aproximadamente a la una y media de la tarde del 1 de abril de 1978. Ese día estaba solo en la grada exterior del estadio Jingu viendo un partido de béisbol mientras tomaba una cerveza. El estadio Jingu quedaba muy cerca del apartamento en que yo vivía, tanto que podía ir a pie, y en aquella época yo era un ferviente seguidor de los Yakult Swallows. Hacía un espléndido día de primavera al que no se le podía poner ni un pero. No había ni una nube y soplaba un viento cálido. En aquella época, en la grada exterior del estadio Jingu no había asientos, sólo la hierba que se extendía a lo largo de toda la pendiente. Miraba tranquilamente el partido tumbado en la hierba, dando sorbos a mi cerveza fría y alzando de vez en cuando la mirada para contemplar el cielo. Como de costumbre, no había demasiados espectadores. Era el partido de apertura de la temporada, y los Yakult recibían en su estadio a los Hiroshima Carp. Recuerdo que el pitcher de los Yakult era Yasuda, un lanzador regordete y de baja estatura que lanzaba con un efecto endiablado. Superó con facilidad la primera entrada dejando a cero el ataque del Hiroshima. En el turno de bateo de los Yakult, el primer bateador, Dave Hilton, un joven outfielder recién llegado de Estados Unidos, golpeó la bola hacia la línea exterior izquierda. El agudo sonido del bate impactando de lleno en aquella bola rápida resonó en todo el estadio. Hilton superó ágilmente la primera base y alcanzó con facilidad la segunda. En ese preciso instante me dije: «Ya está, voy a probar a escribir una novela». Todavía recuerdo con nitidez el cielo completamente despejado, el tacto de la hierba fresca que acababa de reverdecer y el agradable sonido del bate. En ese momento, algo cayó suave y silenciosamente desde el cielo y yo, sin duda, lo recibí.

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Escribir una novela me exige malgastar mucha fuerza física. Me cuesta tiempo y esfuerzo. Cada vez que me propongo escribir una novela, tengo que empezar a cavar un nuevo agujero desde el principio. Con los años, no obstante, uno va fortaleciéndose y dominando las técnicas para poder cavar agujeros en ese duro suelo rocoso y descubrir nuevas vetas de agua de forma bastante eficaz. Y cuando noto que un manantial está a punto de agotarse, puedo pasar a abrir el siguiente con celeridad y determinación. Sin embargo, los que dependen únicamente de los manantiales naturales, aunque de repente se propusieran hacer lo mismo, seguramente no lo conseguirían con tanta facilidad.

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Pero hablemos sobre escribir novelas:
Cuando me entrevistan como novelista, a veces me preguntan cuál es la cualidad más importante para serlo. Ni que decir tiene que la cualidad indispensable para un novelista es, sin duda, el talento. Si no se tiene absolutamente nada de talento literario, por más que uno se esfuerce, nunca llegará a ser novelista. Más que de una cualidad necesaria, se trata de una premisa. Por muy bueno que sea un coche, si no tiene ni una gota de combustible, no arranca.
Pero el principal problema del talento radica en que, en la mayoría de los casos, quienes lo poseen no son capaces de controlar bien ni su cantidad ni su calidad. Si consideran que no tienen demasiado talento, aunque pretendan aumentarlo algo o intenten estirarlo a base de ir racionándolo, no lo conseguirán fácilmente. El talento no tiene nada que ver con la voluntad. Brota libremente, cuando quiere y en la cantidad que quiere, y, cuando se seca, no hay nada que hacer. Las vidas de músicos como Schubert o Mozart, o de ciertos poetas o cantantes de rock, que derrocharon talento en poco tiempo para morir luego de forma dramática a muy temprana edad, convirtiéndose de ese modo en hermosas leyendas, son fascinantes, pero a la mayoría de nosotros no nos sirven de referencia.
Si me preguntaran cuál es, después del talento, la siguiente cualidad que necesita un novelista, contestaría sin dudarlo que la capacidad de concentración. La capacidad para concentrar esa cantidad limitada de talento que uno posee en el punto preciso y verterla en él. Sin esa concentración, no se alcanzan grandes logros. Además, si se usa con eficacia, con esta habilidad se pueden suplir en cierta medida las carencias y desequilibrios del talento. Yo, por lo general, trabajo tres o cuatro horas al día, por la mañana. Me siento frente al escritorio, dirijo mi atención únicamente a lo que escribo. No pienso en nada más. No miro nada más. Es sólo mi opinión, pero, por mucho talento que tenga un autor y por muy llena que tenga la cabeza de ideas para escribir novelas, si, por ejemplo, le duelen mucho las muelas, seguramente no será capaz de escribir nada. Y es que un dolor fuerte inhibe la capacidad de concentración. A esto me refiero cuando digo que, sin ella, no se puede lograr nada.
Después de la capacidad de concentración, es imprescindible la constancia. Aunque uno pueda escribir con concentración durante tres o cuatro horas al día, si no es capaz de mantener ese ritmo durante una semana porque acaba extenuado, nunca podrá escribir una obra larga. El novelista (al menos el que aspira a escribir una novela larga) debe ser capaz de mantener la concentración diaria durante un largo lapso de tiempo, sea medio año, uno, o dos. Comparémoslo con la respiración: si la concentración consistiera simplemente en contener profundamente la respiración, la constancia consistiría en aprender el truco para ser capaz de ir respirando, lenta y silenciosamente, al tiempo que se contiene la respiración. Si no hay equilibrio entre esos dos factores, inspiración y espiración, resulta muy difícil poder dedicarse profesionalmente a escribir novelas durante muchos años. Hay que ser capaz de seguir respirando mientras se contiene la respiración.

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