El arte de la novela a la luz de Daniel Sada

Retomo aquí este artículo sobre las enseñanzas en los talleres de novela de Daniel Sada. Lo publiqué originalmente en Lado B.

1. Somos legión quienes podemos afirmar que poseemos el número uno de Erdös con respecto a Daniel Sada luego de participar en alguno de sus talleres. Aquellos que aprendan algo de nosotros tendrán el número dos de Erdös, sus discípulos el tres y así sucesivamente.

2. Mi concepción personal de la novela es que se trata de una poderosa lente que no sólo permite ver, sino escrutar. ¿La condición humana? ¿El pulso del mundo? Lo que sea, y lo que lo que sea signifique, eso que nos arroja la novela es la totalidad a trozos. No importa si es una novela de ochocientas páginas (Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, supongamos), no importa si es una obra maestra o una obra incipiente e imperfecta, mínima. Cualquier novela, por imperfecta que sea (y creo que esa es condición natural de la novela, su imperfección) es una ventana abierta al espectáculo del mundo y puede contener el universo. Toda novela es total. Nada de esto habría concluido sin leer y tratar de cerca a Sada.

3. Asistí a sus talleres del DF Condesa y la ciudad de Puebla. Tengo testigos de que sus primeras afirmaciones, ante alumnos ávidos por aprender el arte de novelar eran del tipo: “Miren, de ahora en adelante deben ajustar sus vidas para escribir novela y, como mínimo, dedicar cuatro horas diarias a trabajar, sin contar su tiempo de lectura, que es aparte”. Remataba: “Pueden descansar los domingos”.

4. Mucho aprendimos de su sabiduría, más de su grandeza humana, y cómo olvidar que su generosidad, plena —risueño siempre él—, también se transmutaba, por condición necesaria y suficiente, en exigencia y severidad. Eran contadas las veces en que se salía de las sesiones sin sentirse miserable tras la lectura de veinte cuartillas fallidas de una novela.

5. Un asistente a sus talleres no concretaba logros en su novela, reiterando errores y erratas. Algo así escuché como diálogo:

—¿Qué has leído estos seis meses?

—Libros de psicología.

—Sí. Pero me refiero a literatura.

—Nada.

—¿Nada? ¡Pues no puedes ser novelista!

6. A otro alumno, descuidado en la redacción, despectivo de la ortografía (para eso están los correctores de estilo, se defendió más de una vez), hombre que desoía las críticas de sus compañeros talleristas, además de ansioso por publicar en editoriales prestigiosas con la recomendación de Sada, le espetó éste arqueando las cejas que no se puede ser novelista si no se ama el lenguaje.

7. A uno más le increpó (transcribo el diálogo que siento seguir escuchando, mientras Sada se colocaba los anteojos a la altura de la frente):

—¿Para qué quieres ser novelista?

—No sé.

—¿Quieres que te traten como novelista?

—Sí.

—Mira, X, ser novelista es difícil e implica demasiado sacrificio, es un trabajo muy solitario. La Humanidad no necesita más novelistas. Es más, si Cervantes no hubiese escrito El Quijote, no habría pasado nada. Si Dante no hubiese escrito La divina comedia, no habría pasado nada. El mundo de la gran literatura es tan inmenso que ni notaría la ausencia de esos libros. No es necesario que seas novelista, X: puedes ser excelente profesionista o un buen padre de familia.

8. Aclaro ahora mismo que lo mencionado al principio de este escrito, tocante a mi visión particular de la novela, no sería quizá compartido por Daniel, al menos no en la forma. Él era más permisivo al definirla. “No creo en esas obras perfectas, mínimas, como obritas de filigrana o pequeños canapés, deliciosos pero pequeños”, confesaba. “Cuando hago novela yo quiero el pastel completo, con pisos, turrón y mucho relleno”. O bien: “Me desesperan los bocaditos de novela, prefiero los bolillos, prefiero a Balzac”.

9. El arte no es pretencioso, nos decía a un par de discípulos en cierto café de la Condesa. Al fondo sonaba Ana, de Lennon y McCartney. Entusiasta de los Beatles, reparó en la tonada y dijo: “Escuchen qué melodía tan fresca y actual. Pareciera de esta época. Así es el arte; la novela debe ser siempre vigente”.

10. Luego de que fuera traducida al francés su ya clásica Porque parece mentira…, con el título L’Odisseé barbare, esto es, La odisea bárbara, y al preguntársele por su sentir ante el acontecimiento literario, expresó sin altanería ni grandilocuencia, antes bien con el desenfado que le definía (no: con sutileza desenfadada): “Me siento como gallina recién comprada”. Ante el interrogante grupal que siguió, previsible a toda costa, “¿Y como se siente una gallina recién comprada?”, los ojos oscuros de Daniel, creo que perfectos en su redondez, brillaron como los de un niño al alargar el adjetivo: “Feliiiiizzz”. Ese fue Daniel Sada, un hombre feliz.

11. Puedo dimensionar a Daniel por sus escritos y también por su persona, de carne y hueso. Quisiera haberle hecho el gran retrato para la solapa de sus libros, el mejor de todos. Quisiera haber escrito un obra maestra en su taller.

12. Cada autor que lo trató atesora los títulos ad hoc que Daniel le sugería, venido el caso. Para el abordaje de mi segunda novela, me recomendó la tetralogía que es ahora capital para mí: El mar de la fertilidad, de Yukio Mishima, de la que La corrupción de un ángel constituye una biblia que consulto con regularidad.

13. En La Paz, un asistente ocasional a su taller, improductivo, hizo el comentario a Sada de que tenía muchas ganas de leer su Porque parece mentira… pero el monopolio editorial, esos consorcios infames y ambiciosos, lo que signifique eso, no le permitían tener al alcance el voluminoso libro. Al mes siguiente, de su propio bolsillo, Daniel llevó al autor fugaz su novela, en gesto de generosidad al que yo no me atrevería (o debí decir grandeza). El Fulano de Tal no se presentó, ni volvió a vérsele.

14. A modo de retrato íntimo, inevitablemente personal, comparto aquí los instantes de la última vez que platiqué con él en el hospital 1 de octubre. Mientras le ayudaba a comer, vislumbré en su actitud el fulgor que permite ¿obliga? a la vida subsistir. Comió con avidez. Estaba alegre. Hablamos largo y tendido durante cuatro horas, y me recomendó un par de títulos de George Steiner para el proyecto de novela que ahora finalizo, ya sin su querida guía. Con gran emoción me abrí ante él, hablando de mis otros proyectos literarios, más de los desechados que de los rescatados, confesándole que ahora entendía por qué la esencia del drama del mundo puede expresarse, y sólo así, narrando. Dije: “Daniel, me ha llevado años entender que narrar es conocer”. Asintió con un gesto de, lo has dicho bien. “Narrar es un acto gnóstico”, insistí. Movió la cabeza y agregó: “Ya deja ir esa novela, ¡publícala!” Y yo, azorado: “Daniel, prometo hacerlo”. Luego me lanzó su pregunta: “¿Con todo lo que acabas de definir, crees que yo soy narrador?” “Daniel -respondí emocionado, antes de abandonar su cuarto-, tu vida es narrativa en el más puro de los sentidos, no te queda más remedio que narrar a toda hora porque lo traes de nacimiento”. Sonrió. Siempre sonreirá para mí.

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